La novia de Chuki nació
en Lima, sí, en la Huaca de Mateo Salado, un lugar santo, pero no
para los peruanos y menos para los limeños de hoy, menos aún en mi
época escolar cuando íbamos a “correr perros” a ese paraje
desértico en medio de la ciudad, un lugar que desde mi colegio se
veía morir al atardecer, como parecía sería su fin, como el de
otras decenas de montículos que aún recuerdan a la Lima que se
estaba yendo, pero nunca se iba del todo, siempre algo la trae a mi
mente, y esta no podía ser la excepción.
Sí, la novia de Chuki
nació en Lima.
En la Huaca los niños
buscábamos alacranes o provocábamos a los perros que habitaban el
lugar, animales que parecían poseídos por espíritus malignos de
una épocas pre-incas, todos rabiosos, defendiendo el lugar de
nuestras incursiones, de noche no era visitado por nadie, quizá
algún borracho extraviado o algunos fumones para imitar a sus
antepasados poniéndose en enajenado trance, así los lugareños de una
barriada cercana para meterle miedo a los curiosos dicen que algunos de esos pordioseros nunca se les
volvía a ver, otros decían que se convertían en los perros
rabiosos y los más creativos decían que en insectos ponzoñosos...
Pero aquella noche húmeda
de griposo otoño limeño eran cuatro menudas figuras femeninas las
que invadían el lugar y llevaban consigo una caja y dentro de ella
una muñeca, habían hecho una fogata con maderas, retazos de telas y
cartones y se colocaron una en cada punto cardinal, quien pensaría
que estas niñas, que no pasaban de los diez años cada una,
recordaban a cuatro brujas malignas cuando sus sombras producto de
las llamas se ensanchaban en los bloques de piedra que las escondían
de cualquier curioso.
La muñeca era muy
bonita, de cabellos rubios oro ojos celestes como un cielo serrano de
pómulos tenuez sonrosados y labios pequeños como el botón de una
rosa, ataviada con un vestidito de rojo de encajes blancos y zapatos
rosas como una niña salida de algún cuento de Christian Andersen.
Horas antes, por la mañana, la muñeca fue la conversación en los
pasillos del colegio: un niño con unas flores, una carta de su puño
y letra y la caja que lo superaba en tamaño, había llegado al
colegio para hacer un regalo para el cumpleaños de una profesora se
creía...¡sobón! ¡sobón! Le gritaron por ahí, sin embargo, poco
después se sabría la verdad...
¿Para quién era tamaño
homenaje? ¿para quién la carta, la muñeca y las flores? Cuando
tienes 9 años no sueles pensar mucho en estos menesteres, tu juegas
bolitas, lanzas objetos al mono de la laguna, tiras latas, pateas
chapas, o cazas alimañas, ¿pero muñecas? Eso es para “mujercitas”
decíamos. De hecho recuerdo el club exclusivamente masculino que
formamos por esos días, el club “anti-menudo”, algo así como lo
que sería hoy “el club anti justin bieber” donde rechazábamos
cualquier comportamiento de ese tipo donde cualquier amaneramiento
era pagado con un “callejón oscuro” con regla en el culo
incluida; entonces las reglas eran: cero grupos de chicos cantando
para niñas, cero bailar con chicas, cero prestarle algo a las
chicas, cero jugar con ellas y cero muñecas.
¿Quién era este
atrevido infante que descaradamente había violado las sagradas leyes
de nuestro club anti-menudo? Se trataba de Francisco, un niño algo
diferente, un niño poco común, de padres divorciados, un abuelo
loco metido a científico, medio chileno y que a veces aparecía en
el colegio con chullo, poncho y poco más y no venía comiendo cancha
y maíz como los niños serranos. Y tenía dos particularidades más:
era fanático de Gene Simons de los Kiss y debajo de la camisa
siempre llevaba siempre llevaba, la misma, camiseta de Superman.
Entonces llegó al salón,
depositó la ofrenda floral en el pupitre de la primera alumna de la
clase, la veinte en todo, la flacucheta ojiverde que siempre bailaba
cuando tenía que responder alguna pregunta en clase, luego como un
jefe de marketing coloca los jugos al lado de los frutos secos o el
champú de spiderman al lado de la cosmética de mamá,
estratégicamente el muchacho colocó la muñeca envuelta en fino
papel de regalo y pegó a un lado de la caja la carta que la noche
anterior había preparado y declamado en la soledad de su habitación
y había rociado de perfume de floripondio para que cause el mayor
impacto posible en la receptora de tamaña declataroria del más
puro amor, ese que inocente que todos destilamos alguna vez y
callamos por vergüenza y nuestro púber quijote se atrevió a
demostrar en la plaza más peligrosa para este tipo de menesteres:
nuestro salón de clases...
Lo que ocurrió luego fue
melodramático, casi trágico, de no ser porque los profesores de
educación física intercedieron ante la rotunda negativa de la
flacuchenta de recibir el obsequio y la carta aún, es que ni se
molestó en mirar nada, simplemente apartó de su asiento, como si se
trataran de polvo los regalos y empezó a repasar la clase de la
semana siguiente como si nada, ante la mirada atónita del resto de
sus compañeras, hasta a una que se atrevió a increparle su actitud
le respondió: si tanto te gustan ¿por qué no te los quedas tú?, y
claro, la niña se los llevó muy contenta ella...
El corazón de un niño
de diez años roto, apartado, despreciado, y la carta ahora era leída
por todos, entre risas y empujones, y el niño a un lado con la
cabeza metida entre las rodillas que de cuando en cuando asomaba para
ver como sus flores eran descuartizadas y la muñeca apunto de ser
subastadas por estos demonios a los que creía compañeros de
clase...
Sin embargo en medio del
vergel, los profesores de educación física le quitaron la muñeca,
las flores que quedaban y la carta arrugada a la jauría y amenazaron
a la desdeñosa que si no aceptaba los ya ahora objetos con su valor
en caída libre sería severamente amonestada y podría perder por
esos puntos menos el privilegiado primer lugar que ostentaba. Ante
eso, no le quedó más remedio que claudicar su actitud y negociar,
aceptaría uno de los regalos: la muñeca, el resto no, porque no
está en edad de recibir ni flores ni cartitas de amor. Buena salida,
punto para la chiquilla.
Pero claro ya todo estaba
maquinado para el triste fin de la muñeca rubia. La flacuchenta
piernas de alicate ya había comunicado en clave a sus más cercanas
mercenarias a quienes pagaba con ayudas en las tareas y les dejaba
copiar de sus exámenes el rito al que sería sometida la muñeca
para que hombre alguno se le acerque (al menos en unos años, ya le
darían su vuelto luego, pero esa es otra julfidés), así que velas
y linternas en mano se fueron por la noche a la Huaca, a aquel otrora
centro ceremonial de tiempos inmemoriables anteriores a los Incas, y
entre las paredes de lo que quedaba de ese emporio pagano rociaron de
alcohol medicinal a la muñequita de rizos dorados de zapatitos
negros y roja vestimenta la cubrieron de papeles, cartones, telas y
todo lo inflamable que habían conseguido de sus casas y con una
cerilla encendida le prendieron fuego...terminada la ceremonia, se
abrazaron y se fueron a la casa de la flacuchenta a una fiesta de
pijamas que había preparado con golosinas a todo dar y revistas “Tú”
para llenarse los ojos con el galán de turno, así entre risas se
fueron desplazando sus sombras y el fuego se quedó ardiendo hasta
consumirse y quedar la noche sola y el ruido de alguna rata husmeando
los restos de la desgraciada muñeca rubia...
Es a partir de entonces
que los vecinos aledaños a la Huaca de Mateo salado dicen que cada
cierto tiempo algún pastrulo o fumón o mendigo que no tiene donde
dormir aparece muerto y este aparece con restos de cabello rubio
pegados al cuello y con signos de haber sido torturado y quemaduras
por doquier...algunos ex delincuentes de la zona con aparentes signos
de locura dicen haber visto caminar de noche a una niña muy pequeña
de rizos con el vestido rojo en llamas y media cara chamuscada...¡ni
al Spawn le pasó esto!